L. frenó el vehículo con brusquedad, comprobó de un vistazo que no viniera otro coche y con soltura lo llevó marcha atrás unos cincuenta metros.
—¿Qué sucede? —pregunté alarmado.
—No te preocupes, dame sólo un minuto.
Puso las luces de emergencia parpadeantes y se bajó corriendo hacia la parte de atrás de la camioneta. Abrió la portezuela y revolvió en su mochila. Lo vi correr hacia el pastizal con su cámara y creo haberle escuchado renegar por el camino. Se detuvo unos pasos más adelante, apuntando su objetivo hacia el atardecer. Más calmado, regresó al cabo de dos minutos de extrañas genuflexiones.
—Ya lo tengo —dijo.
—¿A quien? no vi nada.
—Al arco iris, hombre. Lo vi posarse justo detrás de la carretera. No tenía mucho tiempo para explicaciones si quería hacer la foto.
—Ese susto fue por un arco iris?
—No lo entenderías. No es “un” arco iris, sino “el” arco iris. Uno solo. Irrepetible. Es el mío.