Donatella Sparci sólo cometió dos errores en su vida. El primero, nacer hembra, subsanable. El segundo, definitivamente irreparable.

Cuando a los dieciséis años suplicó a su tía que le cortase el largo cabello hasta dejarlo en una escasa melena y que le fajase los prominentes pechos a vuelta de venda, tenía un solo propósito: Ingresar en la Academia de Artes y Oficios de Milán y convertirse -sin que nadie más que la tia Odelia y ella lo supieran-  en la primera mujer de la historia en pisar el sagrado mármol del santuario renacentista del cincel y los pinceles.

Más de un aspirante de su edad tendría aún el tono de voz adolescente y la tez lampiña del hombre que comienza a hacerse. Donatella maquinó que tal vez su género y hermosura, con algo de ingenio y simulación, podrían pasar desapercibidos. Pero jamás su talento. Los duros maestros sometían a las pruebas más crueles a los nuevos alumnos: desde meterle el dedo a la gallina para elegir el huevo con el que prepararían el mejor temple, hasta barrer y fregar los suelos del estudio mucho antes de atreverse a tocar los pigmentos. De hecho, los aprendices eran durante varios años sirvientes y hasta esclavos del arte, realizando las tareas más ingratas para educar el carácter, según gustaban de decir los próceres que los trataban con desprecio. Aprendían las técnicas básicas desde el cero absoluto, y el descuido más leve se traducía inmediatamente en un severo castigo.

Donatella pulió piedra, mezcló aceites, limpió sudores, lavó vasijas, tensó lienzos, destrampó letrinas, preparó almuerzos, abanicó ancianos e hizo recados que ni de lejos tenían que ver con su meta. Pero el solo hecho de recorrer, aunque fuera de rodillas y cepillo en mano los pasillos de L’Academia, le hacía sentir parte de aquel vetusto reducto de la más alta estética creada por humanos. No se podía estar a la vez más cerca de Dios y del diablo que entre aquellos espesos muros decorados con frescos, o que en las salas donde hombres y mujeres de formas perfectas posaban para los ojos de los elegidos por Minerva.

Casi dos años después de limitarse a las tareas más mecánicas y aburridas y de soportar gritos y desaires por todo lo que no fuera perfectamente perfecto, Donatella (que aquí era conocida como Ángelo di Véneto) recibió su primer encargo: copiar una madonna de Piero Della Francesca para uno de los muchos conventos que L’Academia tenía por clientes regulares. El más destacado de ellos, el cardenal Pierini, había trabajado largos años ilustrando al minio con infinita paciencia santorales y libros de canto. Era pues, un hombre de la iglesia con particular atención a los detalles y un destacado entendido de arte sacro. No obstante, al momento de ver la pieza de Della Francesca y la de Di Véneto se declaró incapaz de decidir cuál era el original y cuál la copia.

Ángelo ascendió con este y otros trabajos de chalán a aprendiz de Onésimo Rizzonte, el pintor de Corte más cotizado en el Milán de 1524, famoso por pintar a las damas de la nobleza mucho más bellas y jóvenes de lo que jamás habrían podido soñar. Ángelo tenía ahora dieciocho años, y la labor de ocultar sus senos bajo la presión de los vendajes se estaba convirtiendo en todo un reto matutino para su ya anciana ama, Odelia.

Onésimo había comenzado a sentir una preocupante atracción por su pupilo, la cual atribuía al genio del muchacho para las más complejas técnicas de la pintura. Se declaraba enamorado de su arte, pero en su interior el enamoramiento tenía visos muy distintos. Ello llegó a preocuparle tan en extremo, que confesó con el padre prior de los dominicos haber cedido a la imaginación lúbrica con su ayudante y que ésta hubiera persistido a pesar de las mayores penitencias y mortificaciones. Desde su ancianidad y experiencia, el prior le explicó que el amor de Dios se manifiesta de múltiples maneras, y que la belleza de un efebo, ya exaltada por los griegos, no debía de ser motivo de culpa para el hombre maduro en edad y entendimiento; que de lo único que había de cuidarse es del escándalo y que por tanto mantuviese sin penitencia pero con la más absoluta discreción su secreto.

En no pocas ocasiones, cuando Ángelo estaba pintando, el maestro Rizzonte se le acercaba por detrás y tomaba su mano diciéndole al oído mórbido, bambino, piu mórbido, mientras intentaba atenuar la energía juvenil de los trazos del joven sobre la tela. Donatella sentía toda la virilidad del maestro respirándola y rozándose contra ella, sintiéndose incapaz de cumplir las instrucciones y dejando caer sobre la tela una pincelada que, lejos de parecer un error, se convertía en una luz genial y nunca vista antes en una anunciación.

Como débil es la carne y mucho más aún son las conciencias, Ángelo di Véneto cayó en la falta más imperdonable: ser incapaz de contener su talento y crear obras notoriamente superiores a las de sus maestros. En el Olimpo del arte, los celos no tardaron en hacer aparición. Onésimo Rizzonte se hundió en la depresión más profunda causada por su recién descubierta homosexualidad y la conciencia de que él, el maestro, jamás pintaría como un ángel. Amaba a su pupilo más que a su propia vida y decidió suicidarse después de asesinarlo. Pero antes, tenía que poseerlo, apoderarse así de su don divino, haciéndolo mortal.

Los reconcomios de Rizzonte se fueron transformando en obsesión. Más de una vez se dio cuenta de que dudaba ante el trazo definitorio, una de esas mínimas pinceladas que añaden a una obra común el toque genial del maestro, pensando en cómo lo hubiera resuelto el joven veneciano. Sabía que aquel sentimiento no era uno, sino una mezcla de muchos juntos; pero a pesar de su edad y conocimiento, no se sentía capaz de separar la admiración del odio, los celos del deseo, la alegría de la más oscura frustración.

Pese a ser la capital de la próspera región lombarda, Milán no era en aquella época la gran ciudad que hoy pudiera imaginarse. Pareciera más bien un feudo reducido donde se concentraban el poder del Príncipe y la ostentación religiosa de la Catedral; a su lado, los palacios y la zona noble, todo ello en torno a la Piazza y a los grandes edificios del centro, que sólo se abría a las masas del populacho los sábados de mercado.  El mármol resplandeciente y las enormes estatuas clásicas estaban rodeados por la muralla de piedra. Y por otra más alta de miseria, que se extendía hasta el modesto río moteado de blanco por las lavanderas, al este, y por las colinas doradas al norte que llevaban a un sinfín de cultivos de olivo y vid, algunos poblados y abadías.

Los barrios aledaños al centro de la Citá se tornaban desde las bulliciosas calles de los gremios en una escala descendente de modestos a pobres, de ahí a paupérrimos y luego a misérrimos con la diferencia de apenas unos metros. Más lejos aún, en las ruinas de una iglesia románica se alojaban los franciscanos y los leprosos, para muchos, misma cosa, a escasos pasos del camposanto.

Rara vez un noble se dejaba ver por las calles, si no fuera en las magnas celebraciones religiosas. O sólo al regreso de una batalla para recibir un incómodo pero necesario baño de pueblo anual que reforzase su poder ante los ojos de la plebe. Rara vez un religioso se dejaba ensuciar por la chusma si no fuera un clérigo de esa recién surgida orden franciscana, por nadie comprendida y por todos despreciada. Y más extraño aún era ver a un hombre de ciencia y arte como el maestro Rizzonte recorrer las callejuelas sin rumbo o propósito aparente, si no es que fuera negociar un cadáver para modelar, imperturbable, una tragedia griega en una de sus pinturas.

Pero cuando el insigne pintor salió embozado a caminar el laberinto de callejas por las que corrían los desagües era con un propósito claro: averiguar cuanto pudiera del enigmático alumno que había venido a robarle paz y fama. No tuvo que caminar demasiado: podía asomarse sin pudor por los ventanucos de las casas, casi todas con las puertas abiertas, con los niños desnudos de cintura para abajo y llenos de mocos y moscas a la puerta. Intimidad y reserva son cosa de ricos: Sabe de siempre el pobre que puede ser penetrado con la mirada, el sexo o la espada, de arriba hacia abajo, en cualquier hora y circunstancia por quien pertenezca a una casta superior a la suya.

Sabía, pues, sin preguntar directamente y sólo por algunas referencias, dónde podía estar la casa de Ángelo y hacia allí se dirigió. Miró con descaro por un par de pequeñas ventanas de la vecindad, hasta que acertó con la que buscaba. Lo que vieron sus ojos lo dejó extasiado: La tía Odelia dejaba caer un jarro de agua caliente sobre el cuerpo desnudo de Donatella. Pocas veces, ni aún con las más cotizadas cortesanas que accedían a posar como modelos por un elevado justiprecio, había contemplado un cuerpo femenino tan proporcionado. Más cerca del canon de la Afrodita griega o de la Venus romana, aquella joven era una ninfa y a la vez una musa inspiradora de la sensualidad más perfecta. Al principio, pensó en que Ángelo tenía una bella hermana, casi gemela de su amado pupilo. Luego, gozando la visión de los marmóreos pechos, las redondas caderas y el frondoso pubis se dio cuenta del engaño. La erección, largo tiempo olvidada, le devolvió la excitación del cuerpo y el reposo del alma al comprender por fin  la incontenible razón de su carnal deseo. Si bien asumió la pequeña culpa de haber aceptado in mente la posibilidad de un aniñado varón como consorte, su cuerpo esta vez no le mentía.

El invento renacentista del “amor”, concepto por demás contra natura y enfermizo  -que habría de resurgir siglos después con los románticos, afeminados, lánguidos, tristes y ojerosos- consiste en sublimar las leporinas y sabias ganas del apareamiento con sentimientos elevados, místicos y extracorpóreos. Únanse a los problemas cotidianos la culpa del pecado y el convertir algo sencillo y placentero en un coctel capaz de acabar con vidas, reinos e imperios…  y resumiremos muy cabalmente la trágica Historia de la Humanidad desde el neolítico inferior a nuestros días. Tal vez el único privilegio de ser pobre sea el no ser susceptible a tamañas insensateces, ayuntarse a todo lo que se mueva y dormir bien por las noches. Eppur si me muove.

Para cuando había pasado el obligatorio descanso del domingo, ausentándose de la misa y tras muchos desahogos propios sólo de un adolescente, la mente de Rizzonte no sólo no había logrado el descanso, sino que había comenzado a maquinar. ¿Cómo era posible que una hembra se hubiera reído de él en la cara de todos? ¿Cómo era posible que Dios, en su omnisciencia, hubiera aceptado semejante blasfemia y desacato? ¿Cómo el Creador, en su inmensa sabiduría, había permitido que un ser inferior retase a su maestro? ¿En virtud de que oscuras inspiraciones podía un aprendiz tocar la luz divina con un leve gesto de la mano y plasmarla en un lienzo para la eternidad de los tiempos? ¿Cómo ese ser demoníaco había engañado sus sentidos y le había trastornado el seso para sumirlo en los más denigrantes vicios solitarios?  Tras muchas horas de reflexión, sin sueño y con excesos, las cavilaciones del pintor se habían convertido en una simple y sola conclusión: odio a muerte.

Durante meses imaginóse el prócer pintándose como Abraham degollando a su hijo Isaac con el rostro de Ángelo al tiempo que lo penetraba. Eros y Thánatos en un acto único y sublime que habría de convertirse en su magna obra. No se había decidido a descarar a Donatella delante de todos los maestros y alumnos de L’Academia por una especie de temor inexplicable. Saberse conocedor de su secreto lo hacía poderoso, y saberse esclavo del mismo le producía un dolor y placer inexplicables.

Ese algioplacer, esa muertevida, esa incertidumbre lo mantuvieron vivo y juvenil durante dos años más. Sabía que cuando sometiese a su amada a sus deseos, cuando el hombre y la mujer y el artista indefinidos se uniesen, cuando la razón de su ansia más baja se lograse, su vida ya no tendría rumbo ni razón de ser. Decidió sabiamente que ninguna energía ni fluido escaparían ya de su cuerpo si no fuera para crear la más hermosa obra de arte que el hombre haya contemplado jamás. Un cuadro que excitase, conmoviese, retase y removiese las conciencias de los espectadores para comprender la raíz misma del mundo y de sus generaciones pasadas y venideras.

Donatella se sabía descubierta y en peligro. Sentía la distancia y el desprecio de su mentor. Extrañaba las conversaciones calladas de la piel y los contactos que transgredían la ropa. Le gustaban, a qué negarlo. Le daban su espacio de poder. Sólo la pintura más excelsa puede provocar tales sensaciones. Admiraba con devoción a su maestro y a la vez temía sus giros de carácter, sus aproximaciones. Ya no sentía la dureza del contacto sino la de las respiraciones. Y al tiempo podía percibir el ácido de su digestión, la mirada envidiosa, la caricia mala.

Fue idea morbosa del cardenal Pierini que ambos talentos se midieran en justa de arte. Les hizo el encargo más difícil que imaginarse pudiera: Un fresco en el ábside de la Capella Buonafonte, mano a mano, sobre el Apocalipsis. Maestro y alumno. Noventa días.

Cuatro manos se pelearon a dos pinceles las dos primeras semanas. Luego fueron impregnándose de óleo y de lascivia. Si uno dormía, el otro reclamaba y recordaba el plazo cardenalicio, el suplicio del plazo. La cera de las velas caía sobre la cara haciendo en viceversa viejo al joven. Tras las tres noches en vela Rizzonte cayó rendido en el andamio. Ángelo di Venetto pintó tal vez un poco más antes de que le venciera en lucha desigual Morfeo. Arco con ábside se fueron encontrando hasta casi fundirse en la pintura, hasta tocarse en el abrazo igualador del sueño. Volvieron a pintar juntos las escenas más increíbles a la imaginación humana.

Cayeron en concupiscencia y tentación la una sobre el otro. Reescribieron la creación del hombre durante muchas noches sin demasiado secreto, mientras el eco de los coitos desesperados rebotaba en las quejumbres del andamio y en el ábside principal y en las capillas, recreando, pecando, arrepintiéndose, crepitando, renaciendo.

De los días de hambre y de las noches de encuentros despiadados nacieron las más bellas imágenes jamás imaginadas: Los sueños de Jackson Pollok estampados en el atrio, un caballo gritante de Picasso en el ábside, Kandinsky maquillando las estatuas de los santos…

“Por fin, amor, hemos terminado” dijo Rizzonte estrangulando el cuello de Donatella en el más inhumano de los orgasmos. Los encontraron en la base del andamio, desnudos, revueltos y ensangrentados, doce metros más abajo de una Pietá cubista que muy pronto sería oportunamente cubierta con cal.

Con la parsimonia que caracteriza al cuerpo cardenalicio, Pierini se llimitó a decir: “Que se tape esa mierda de Satanás ahora mismo”. Y otra voz de pito dio instrucciones para que a esos dos se los echase a la fosa común sin ceremonia.

Milagrosamente, la Pietá de Donatella puede ser hoy admirada en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Tiene una teta en forma de triángulo que entra en una boca con forma de cubo que suelta unas gotas en forma de tetra-pack, lo cual es muestra evidente de la percepción precisa del mundo que tenían las jóvenes renacentistas y que ahora tanto sorprende.