El ventarrón nos revolvía el pelo con cara de contento, con un zarpazo de gato travieso que henchía la vela y nos impulsaba a todo trapo sobre la mar picada. Sentir ese soplo implacable del nordeste sobre el rostro, el aroma salino del oleaje y el escorarse de nuestro esbelto balandro, era todo lo que Sergei y yo necesitábamos para sentirnos los amos del mundo. Al menos él estuvo a punto de lograrlo al mando del submarino nuclear Alexánder Nevski. Hoy entrego las cenizas del amigo a este mismo viento, el mismo aironazo de hace cuarenta años, y puedo escuchar nuevamente su risa despeinada gritando: ¡Suéltalo, Oleg. Mira cómo volamos!