Cuando se ausentaba de casa yo mitigaba la ansiedad tejiendo una larga bufanda de punto ¿En dónde estará ahora, en el barrio viejo? La volvía a destejer y comenzaba de nuevo. ¿Habrá ido a ver a ese pendón otra vez? No, me juró que no, que nunca más. Tiraba del extremo del hilo y contemplaba el movimiento ondulante de la bufanda mientras se deshacía. Recomenzaba. ¿Qué me traerá esta vez? Bisutería barata, seguro. Terminé la bufanda cuarenta y tres veces. Cuando por fin apareció su regalo fueron unas agujas de punto. Y esa sonrisita idiota de aquí no ha pasado nada.