Julio tenía entoces 16, pero de eso han pasado treinta años y las cosas que entonces eran importantes ahora no significan nada. Le gusta recordar su ingenuidad, lo que ocupaba su cabeza cuando iba al Instituto. Entonces se llamaba Educación General Básica -muy general y muy básica- y los chicos estaban mucho más pendientes de cualquier otra cosa aparte de los estudios, como elegir el sitio exacto en el metro para poder encontrar asiento, o salir disparados por las escaleras. Era el primer intento de ganarle al tiempo. Julio Santamaría vivía en Moncloa y había desarrollado toda una logística de precisión para llegar al San Isidro, en el viejo Madrid, de la manera más eficiente posible. Ahora que visitó la vieja estación de metro de Chamberí, que se conserva idéntica a las de entonces, no pudo contener una lágrima de nostalgia. Sigue siendo igual de pobre que en esos días de estudiante, en los que tenía que hacer lo inimaginable por ahorrarse unas pesetas, como encerar el bonometro para poder quitarle el sello o intentar colarse sin que lo pillaran. Añora aquella emoción adolescente, aunque ahora sabe que la batalla contra el tiempo está definitivamente perdida.