Me restan estos minutos nocturnos en que vuelvo a sentir el día perdido. Me digo que si duermo pierdo más, y esa invitación al insomnio entra por la puerta grande de la noche con su vestido corto y largos flecos, enseñando las piernas, fumando en boquilla interminable y con un sombrero aparatoso. Es seductora, a qué negarlo. Esa seguridad en sí misma me atrae más que su escote descarado e irreverente. Ese sí como que no, esa duda, esa actitud de tierra conquistada con la que intenta avasallarme… son de celuloide rancio. Nos miramos y ya sé que esta será otra noche de alcohol, de folios y sin sueño. Me sonríe maliciosa. Pienso que una tía materna, o una amiga próxima con mucha más experiencia la enseñaron a sonreír. Le dijeron algo así como “pon la boquita así y caerán rendidos como insectos, o palomos, u hombres, que al fin todo es lo mismo: bichos”. Me echa el humo en la cara cuando me dice cariño. Hoy tampoco dormiré.Voy a escribir, o hacer que escribo. Justo antes de amanecer desciende furiosamente la temperatura. No he pegado ojo ni he sido capaz de dar pie con bola poniendo una palabra después de la anterior. Sólo sé que el negro de la ventana se pone entre gris y azul marino mientras un escalofrío me recuerda que estoy cada día más cerca de eso que no me gusta mencionar, pero que tengo tan presente. El presente. La ausencia de pasado y de futuro. La nada de hoy tan parecida, si no idéntica, a la de ayer. Un día más y un miedo más intenso cada vez. Un día que se presenta con disfraz de nuevo pero que no engaña a nadie: es la repetición aburrida de un sí mismo carente de sorpresa. Una condena. Cuando no se me ocurre qué escribir me levanto y voy al baño. Me vienen pensamientos dispersos, continuaciones inconexas pero interesantes de algo trascendental y que, a dios gracias, duran lo que dura la meada. Regreso al espejo sin azogue de la pantalla en que dejé mis últimas ideas. Siento una mezcla de extenuación y mal sabor de boca. Pierdo el tiempo que tanto me esfuerzo en atesorar. Camino deprisa para llegar antes a no sé dónde. Siempre soy el puntual, el primero en llegar, el que espera no sé qué. Puedo tomar el metro o el autobús o pagar un taxi pero camino, camino apresuradamente distancias imbéciles, durante horas. Vuelvo y voy y aunque siento dolor en los pies no estoy cansado. Si ahora dijera que floto en el espacio vacío de las calles atestadas me tomaríais por loco, así que guardaré silencio. Viajo a pie, pero a mis ojos las cosas pasan como frente a la ventanilla apresurada de un tren. La ciudad se me hace un trigal inmenso y amarillo, sin bordes. Viajo tan aprisa que deshago los zapatos. En serio. Los destrozo, los consumo, los agoto. Debo llegar a la verdad de la fricción de la piel de mis pies sobre el asfalto. Mastico con mis pisadas lo que da testimonio del suelo, de lo limpio y la basura, las huellas de los que pisaron esto antes, las manchas de sangre y de impurezas, los anillos perdidos, las monedas caídas, los papeles volados, las cacas de perro, los volantes de descuento del teatro, las chapas de refresco pisoteadas, las manchas de aceite del coche desdentado, las gotas de lluvia ácida, las plumas del sobaco del ángel caído, la impertinencia del reflejo del alba sin anuncio de nuevo día. Me besas de ladito y hueles a castañas asadas y a perfume caro y a ropa usada y a tabaco negro. Me gustas y lo sabes. Estás sobre mí, en todos los sentidos, y me fascina ver cómo te pongo la piel de gallina y clamas a tus dioses.