“Quedamos donde siempre” Dijiste para despedirte. Por mucho que hubiera cambiado Madrid en veinticinco años, eso sólo podía significar un lugar. Aunque hubiesen renombrado las calles, cavado túneles o construido helipuertos, la Universal seguiría en su sitio y nuestra juventud también. El café sería diferente pero sabría a lo mismo, porque nunca sirvió mas que para ocupar mesa y justificar que nos quedásemos ahí toda la tarde, esperando que el camarero se apartase un poco para perdernos en los besos. Se apartaba. Y a veces, después de horas, nos cambiaba el café ¿Te acuerdas? Sin pagar, sólo por si aparecía el dueño. Llegué a pensar que nadie podía vernos mientras tú y yo nos mirásemos. Que éramos un rincón, una mesa, dos tazas frías, dos vasos de agua estancada. A veces pensaba que nuestra vida se quedaría a vivir ahí. No te puedo explicar por qué no aparecí ese día, ni el siguiente, ni hasta ahora. Ni por qué cada vez que me veo en el reflejo oscuro de un café me viene a la memoria el chaleco rojo del camarero, con los botones dorados y la servilleta en la cintura. Pero quedamos donde siempre.

Llegué sin dificultad. La Universal no se había movido ni un centímetro. Habían cambiado las bombillas por focos ahorradores y eso hacía que el lugar se viera más pequeño y frío. Sabía que sólo podías ser tú, por la taza blanca y el vaso de agua. Pero no pude reconocerte.